miércoles, noviembre 01, 2006

El hospital de los chilenos

Algo más que una espera, algo más que mirarte, tenerte y desaparecer
Texto: Caterinna Migliorelli E.


Terciopelo y rojo intenso. Era la característica más intensa para caracterizar al sillón de la esquina de un concurrido distrito. Cuantas lágrimas guardaba su costura, cuantas gotas de sudor, monedas que caían por sus bordes y por que no decirlo, un par de manos que iban y venían, eran lo que capturaba un cómodo respaldo y el par de cojines que acogía por minutos y tal vez horas a cientos y cientos de visitantes inesperados.
Era una entrada exuberante, blanca en sus extensiones y marcada por pequeñas huellas de dedos y manos que caen por la pared. La administradora ya estaba acostumbrada. Su cuidado por la limpieza de los tabiques había pasado al olvido hace unos meses cuando, junto a sus compañeros noctámbulos, concluyeron que ya era casi costumbre de principiantes.

De pronto llegó. Una sonrisa a medio exhibir, manos cálidas y grandes, ojos negros y profundos, pestañas extensas y un caminar agotador. Miró a las mujeres que estaban a su alrededor y casi como un presentimiento, sabía que observarían su llegar. No era para menos, Esteban siempre supo que causaría un impacto, casi profundo entre el sexo opuesto.

Luces, música sicodélica, distorsión y exhibicionismo. La tarde había pasado en vano hasta que decidió asistir al lugar que hace un tiempo no visitaba. Había dejado amigas y quería recuperar el tiempo perdido. Aunque muy perdido estuviese, creía que nada era en vano. Llegó. Estacionó su Citroen xara, le pasó las llaves a Fermín, el tipo que por $300 cuidaba el auto en una clandestina calle y casi como una odisea y con aires de grandeza, entró. Tímido en un principio pero ganador después de todo.


Un par de mujeres salió, exaltadas pero felices… el olor a asomagado era notorio en sus cuerpos y el estado de agotamiento y cansancio, adormecía cualquier pupila que apreciara aquel cuerpo débil y vencido tras una instancia en su nicho favorito. Como un esqueleto que camina taciturno por una pasarela, esperando a que su presa se acerque, la toque, pronostique y acabe.

Se sentó. Pidió a gritos un vaso, mientras contempló el rostro de una hermosa mujer. Sus uñas alargadas y una nariz exuberante le llamaron la atención. La imaginó en su cuarto desnuda, cegada por el amor y la pasión que siempre había sentido, tímida, cálida y mujer. Lentamente comenzó a sentir como un intenso calor subía por sus piernas. Sus manos enrojecieron, de pasión pensó, y lentamente la mujer se paró y caminó a su lugar. El botón de su corbata estalló en una mezcla de miedo y osadía, sus ojos se cerraron a la luz del pálido lugar, sus labios perdieron la humedad cotidiana y su cuerpo se enfrió poco a poco… fue tarde.

El rostro de la mujer fue su último suspiro, su última imagen y su último paso antes de conocer el hogar de los ángeles. Ella, con la mirada pérdida en sus párpados, en la imagen de un vagabundo que no alcanzó a recibir el perdón por sus pecados, el que había perdido la noción del tiempo y espacio, el que lloró sangre y gritó miedo al despedirse en un lamento por no haber pedido un número en el hospital. Por no tener las fuerzas necesarias para llegar y exigir auxilio, a quien el Plan Auge le jugó una mala pasada y casi como una fiesta entre éxtasis y drogas, vio su vida acabar en un sillón rojo, marcado por la pena echa sangre del último que murió ahí y la impotencia de esperar, esperar y esperar hasta que la muerte te da la bienvenida, abre sus puertas y todo se acaba.


Estadisticas de visitas