martes, julio 20, 2010

Padres a distancia


Siempre me he preguntado por qué la gente decide pasar la vida con otro. Cómo se darán cuenta que están enamorados, que sentirán mariposas en la guata por la eternidad, que quieren compartir una cama de 2 plazas, almohada, un baño e incluso sueños.

Con el tiempo mi mamá se ha ido desilusionando del amor, y no porque no crea en él, pero a veces la misma vida te revienta el globo del que te sostienes en el aire para ver todo lindo, pero de un momento a otro las canciones que canta Luis Miguel o Mocedades referentes al amor, se vuelven completamente falsas.

Hace un par de años dibujé en una hoja de mi cuaderno de ciencias naturales una familia feliz y la dejé en el velador de mi papá justo antes de partir a vivir a otra casa con mis hermanos y mamá. Creo que ese debe haber sido el primer día más triste de mi vida porque era chica y mis papás se estaban separando. Nos llevábamos un gomero, la pequeña maleta de mi hermana con el estampado de Minnie, sus barbies, mis lápices de colores y recuerdos. Muchos recuerdos.

Viví un mes en la casa de mi abuela, sintiendo un olor diferente, mirando una calle diferente por una ventana que no era la misma que tenía en mi casa. Me sentía extraña. Los sábados ya no se pasaban en Katilandia, ahora eran con padres separados, con visitas desde la mañana, muy temprano, hasta que se ponía el sol. Y después todo lo mismo. A la casa de la abuela a contar cómo había estado la salida con el papá, a ver un rato televisión y después a dormir… en un lugar que no era tu lugar, ni tu cama, ni las paredes que mirabas para conciliar el sueño.

Nunca he escrito de lo que fue para mí vivir con padres separados. Tal vez por inmadurez, tal vez por miedo a fracasar algún día, tal vez por no querer aceptarlo o simplemente porque el dolor es tan grande y el ser humano evita sufrir, o por lo menos eso intento yo.

Como a veces dicen que la gente tiene que caerse para aprender, a mí me tocó doble. Hace como cuatro años atrás me tocó de nuevo y esta vez fui egoísta (o demasiado racional) pero decidí por mis hermanos. Mi mamá se fue de la casa y yo dije que nosotros no nos moveríamos porque ya no éramos unos cabros chicos que iban de un lado a otro. O todos juntos o nada.

Vivimos casi seis meses solos, porque no nos fuimos ni con mi mamá y tampoco vivíamos con el papá, pues él trabajaba desde temprano y volvía tarde a la casa, cuando estábamos acostados, el sol ya se había ido y las noticias hace rato habían dejado su cuota de dramatismo en nuestras cabezas. Había responsabilidades, colegio, universidad y una vida por la que teníamos que luchar. Juntos, siempre juntos.

Hoy tengo miedo. Y un miedo casi crónico porque no me gustaría pasar por ese dolor otra vez. Creo que a nadie le gustaría sufrir así, porque los hijos estamos para sonreír y no ver a nuestros padres con pucheros, durmiendo en camas separadas, pisos distintos e ignorándose en el comedor. A algunos les ha tocado pasar por eso y es admirable como pueden salir adelante. A mí pídanme lo que quieran, pero asumir algo así no es justo, menos favorable para el ser humano que siente y llora cada vez que escucha a sus padres pelear.



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