miércoles, febrero 13, 2008

Mi infancia en Katilandia

Mi mamá nos apuraba mientras nos arreglábamos con mis hermanos chicos. La ropa era clásica. Unas zapatillas, una polera y un short para partir al lugar que esperaba cada semana.

Papo! Arréglame el cintillo por favor- y casi como una princesita salía y me subía al jeep blanco que hasta el día de hoy mi papá recuerda con nostalgia.

Las cosas eran simples. Desde chica me enseñaron a leer las calles cuando iba en auto para que así aprendiera a ubicarme en Santiago. Recuerdo como si fuera ayer el camino. Por Vespucio seguíamos hasta Apoquindo, y después derecho hasta el final. Cuando reconocía mi colegio, el corazón se empezaba a acelerar porque ya faltaba poco.

Ya cruzando Tomás Moro, la ansiedad se apoderaba de mis uñas, mi felicidad colapsaba y uno que otro grito interno me aseguraba que esas largas cúspides de un supuesto castillo, eran el lugar donde estacionaríamos para correr a los juegos.

Como sacar de la memoria esas idas de cada fin de semana al katilandia, donde llegaba con una sonrisa que hasta a mi mamá se la contagiaba porque sinceramente, ese mundo era lo máximo.

Como de costumbre lo primero que hacía era esquivar a los niños más chicos para subirme al tren, y sobre todo a una niña que siempre se sentaba en el primer asiento, cosa que odiaba porque ese era MI lugar.

Recuerdo que era un tren chico, con unos elásticos gruesos y en la punta tenían un cable rojo que te aseguraba no caer al suelo. Mientras iba creciendo, más me apretaba ese falso elástico, que según las malas lenguas, su falsa seguridad terminó con un niño en el suelo que más tarde murió.

Quizás cuantas fueron las veces que le sonreí a un flash análogo, cuantas lloré porque me obligaron a subir a las tacitas que me dejaban demasiado mareada, cuantas habrán sido las veces que me caí por querer llegar a las camas elásticas antes que cualquiera, cuántas veces me habré perdido en la piscina de pelotas de colores y quizás cuantas fueron las veces que hice pataletas porque siempre me ganaba la típica alcancía de chancho verde en la pesca milagrosa.

Otra historia que se mantiene viva en mi memoria, en la infancia que me tocó y en una bitácora recargada de hermosos recuerdos de niña.







Fotos gentileza flickr
http://www.flickr.com/search/?q=katilandia&m=text

Texto: Caterinna Migliorelli

domingo, febrero 10, 2008

La bitácora de un recuerdo

Un día me di cuenta que creció, que sus sueños tomaban un rumbo y que su corazón le indicaba las vías directas a la felicidad.
Dicen que un día comenzó a llenarse de amor, comenzó a tener amigos y a embarcarse en un mundo compartiendo penas, alegrías, enojos y estupideces… primero de niños y más grande, sueños de personas adultas que hoy comienzan a ser realidad.
Hoy te vas por un par de meses al lugar que siempre soñaste.
Hoy podemos decir que tu sueño comienza, que se respira, se siente, se llora y ya se extraña.
Buen viaje amiga mía…
Te quiero y ya te hecho mucho de menos.
Un abrazo grande
Y nos vemos a la vuelta…



lunes, febrero 04, 2008

La S oLe Da D

La soledad es un beso que se desperdicia en la almohada, es ver la sombra y la silueta de alguien que ya no esta.


sábado, febrero 02, 2008

Esas pequeñas grandes cosas

Con la ayuda de mi abuela siempre lograba comprar un par de boletos en la estación cerca de la Quinta Vergara.
Es que cuando alcanzaba el metro de estatura, no había mejor paseo que recorrer las calles de Valparaíso, con el recuerdo de que volvería a la casa de verano en tren.

A lo lejos lo veía, sentía esa ansiedad por encontrar un asiento naranjo para mirar tranquila el mar a la rapidez de sus motores, por una ventana que solo exponía mis ojos asombrados, y mezclaba la angustia por entregarme a la velocidad que nunca ha sido mi amiga...

Cuando se detenía en la estación, no había mayor suspenso al pensar cómo saltaría para subirme a él. No había mejor momento cuando el sol encandilaba mis ojos y la voz de un imponente hombre me pedía los boletos que hasta el día de hoy guardo como recuerdo.

Sus ventanas oscuras, el correr de las personas que viajaban a diario y sentían su motor como un ruido más de la ciudad, me recuerdan el aroma del verano del 94, cuando la playa ya se había vuelvo mi máximo placer, cuando ese tren que publicitaba a Coca Cola o Carnes Darc, marcaba la mejor infancia, los mejores paseos familiares y las puestas de sol más mágicas.

Hoy reviso el baúl de los recuerdos y deseo volver a mis 9 años para sentir la ansiedad de ser feliz con esas pequeñas grandes cosas.
Texto: Caterinna Migliorelli


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